ISSN 2605-2318

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«Sobre ópera española y estanterías»


15/11/2023

Un artículo de Ismael G. Cabral para El Compositor Habla



No hay compositor que no litigue con un miedo cerval a la estantería. A menudo a los creadores, cualesquiera prácticas que asuman, han sido y son interrogados por la trascendencia. Por lo que quedará un día de sus obras y, por extensión, de ellos mismos. Pero, en puridad, se les está preguntando por algo bastante más prosaico, se les cuestiona por las estanterías. Y por cómo afrontan que, en grado superlativo, la gran mayoría de las obras que se componen, se escriben o se pintan (aquí nos interesarán más las primeras) van a ser pasto de las baldas, de las horizontalidades y las verticalidades con la que se construyen los anaqueles donde se acumula el polvo y donde la carcoma real la constituye el olvido.

Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto era el título de una estimable película de cine negro, que en 1995 dirigió Agustín Díaz Yanes y que hoy, pese a sus oropeles y distinciones, aguarda desatendida en algunas plataformas a que alguien, por caridad, dé clic y active el streaming. Las óperas, para más retruécano, las óperas contemporáneas españolas (ahí es nada) ni siquiera pueden ser vistas u oídas, las más tampoco ni leídas sobre el papel pautado porque la mayoría ni se editaron. En conversaciones sabidillas se reivindican las primeras óperas de Luis de Pablo, se llega a conceder redención de la pira al Don Quijote de Cristóbal Halffter y, yendo a más detalle, entre los más conspicuos aficionados ibéricos a la música actual se rememoran estrenos como Fígaro, de José Ramón Encinar, El bosque de Diana, de José García Román, Francesca o el infierno de los enamorados, de Alfredo Aracil; más modernamente Aura o El viaje a Simorgh, de José María Sánchez-Verdú.



Y sin que firmemos ni una sola letra de ese aserto tan español que reza de un plumazo aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, en el estreno hace unas semanas de La Regenta, de Marisa Manchado, en la temporada vigente del Teatro Real (aunque exiliada en las Naves del Español en Matadero), alguien con memoria y pedigrí al término rememoraba la ópera El cristal de agua fría, que la compositora madrileña estrenó en 1994 a partir de un libreto de Rosa Montero. Lo hacía con simpática maledicencia y legítima intención comparativa después de haber y visto y escuchado los 90 minutos del nuevo alumbramiento.

Diera la sensación -expresémoslo así, de forma condicional- que la lírica presente española se cocina en los fogones de los despachos y, en los fosos, ya solo se les da un golpe de microondas. ¿Hay una mirada de altura, una comprensión concienzuda, de la ópera contemporánea por parte de programadores, directivos, políticos…? ¿O tal vez se ha asumido que un artefacto tan costoso sirve de manera idónea para ajustar compromisos (Policías y ladrones, La página en blanco) y, en algunos casos excusables, ¿saldar deudas con ilustres fenecidos (El abrecartas)?



No se pretende en estas líneas enarbolar bandera estética alguna, como tampoco analizar qué diantres es eso de la ópera arrevistada y galardonada con Premio Nacional (Je suis narcissiste) o de dónde nace la necesidad de poner respiración asistida a la zarzuela para que no cese su relato (Héroes o bestias). Tampoco es lugar para establecer una reflexión, acaso más profunda, sobre la ambición de los escribientes actuales, de componer desde el hoy a partir de textos del ayer (La Regenta, Tenorio, El Público, La casa de Bernarda Alba, Don Quijote en Barcelona…) para, tal vez, agazaparse y redimirse tras ellos por si las moscas. Y por si se exportan (de la manita de la cultura española universal debiera ser más fácil), que no se exportan. El único afán de este artículo es constatar (denunciar a mayores) la inexistencia de unos criterios de encargo que justifiquen más allá de espurias coyunturas el gasto público y, hasta en ocasiones, conllevan luego algo mucho peor; la patada en la espinilla que supone enfrentar al público a tanta música de segunda que genera un sensacional efecto disuasor ante la verdaderamente valiosa creación actual.

Es harto improbable poder asistir en España a una representación de ópera actual que no sea aquella, como insistimos, justificada con los alfileritos del compositor del terruño al que había que encargar. Porque bueno, porque sí. Los títulos importantes de la segunda mitad del siglo XX se ofrecen con cuentagotas y los más actuales debidos a autores no patrios resultan una entelequia pensar en atisbarlos por estas latitudes. Hay lealtades locales que, sin embargo, son de justicia; es así como se han podido ocasionalmente apreciar creaciones de teatro musical de Alberto Carretero, José María Sánchez-Verdú, Elena Mendoza, César Camarero o Hèctor Parra; cuyas propuestas sí resuenan (y deberían hacerlo con más alharacas) al margen de los puntuales estrenos.

Desdichadamente el camino ciertamente transitable de la ópera española del presente (si quiera por número de obras) dibuja un escenario aletargado, autocondenado al ostracismo y cuyo principal interés no es concitar la mirada del aficionado, es el de saldar obligaciones y cuotas para seguir desvencijando las maltrechas tablas de estanterías y archivos que soportan demasiadas notas olvidadas en busca de improbables segundas oportunidades.

Ismael G. Cabral. Noviembre 2023

Foto de pexel

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