ISSN 2605-2318

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«Tomás Marco traza el gran mapa de la ópera contemporánea»


21/05/2024

Una crítica de Paco Yáñez para El Compositor Habla



TOMÁS MARCO: De la tradición a más allá de la posmodernidad. Historia de la ópera de los siglos XX y XXI. Barcelona: Galaxia Gutenberg. Primera edición: octubre de 2023. Un volumen en tapa dura de 589 páginas; 22x14cm. ISBN 978-84-19738-17-2.



La importantísima trayectoria desarrollada a lo largo de las últimas décadas por Tomás Marco (Madrid, 1942) como compositor, ensayista y actual director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando lo respalda para ser una de las voces más acreditadas en nuestro país a la hora de abordar un campo por él tan bien conocido como el de la ópera, género en el que se ha prodigado desde los años setenta del pasado siglo, sumando algunos de los títulos más significativos de la España contemporánea, como El viaje circular (1999-2001) o Segismundo (Soñar el sueño) (2002-03), dos piezas cruciales dentro de un catálogo que llega hasta Tenorio (2008-09), ópera que centró la reciente entrevista que a Tomás Marco realizó nuestra compañera Gema Pajares para El Compositor Habla.
 
Además de su amplia experiencia como compositor, conocida es la aportación de Tomás Marco en el campo del ensayo musical, sumando uno de los corpus bibliográficos más sustanciales que sobre música culta se hayan publicado en lengua castellana, con volúmenes hoy ya clásicos como Pensamiento musical y siglo XX (Fundación Autor, 2002) o la monumental Historia cultural de la música (Fundación Autor, 2008): dos libros que, de algún modo, preludiaban y están en la base conceptual de esta nueva publicación, por su carácter tan exhaustivo y por su nuevamente exquisita escritura (en la que es obligado destacar, entre otras cuestiones, el respeto a las respectivas grafías de nombres de óperas y compositores en otros idiomas: cuestión no siempre llevada a cabo con tal mimo en las publicaciones en castellano).
 
Con tales precedentes, el anuncio del lanzamiento del volumen que hoy nos ocupa, De la tradición a más allá de la posmodernidad. Historia de la ópera de los siglos XX y XXI, se convirtió en una excelente noticia que auguraba un libro nuevamente referencial en el campo del ensayo musical en castellano. Una vez leído, las expectativas se han cumplido, pudiéndose afirmar de este volumen que estamos ante el mapa más completo que sobre la ópera contemporánea se haya trazado nunca en nuestra lengua, mostrando Marco una erudición y una puesta al día realmente destacables por el conocimiento de los títulos fundamentales en este género y la inmensa cantidad de óperas recogidas, que alcanzan hasta Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades (2022), de David del Puerto, compositor al que también entrevistó recientemente Gema Pajares.
 
Pero, antes de adentrarnos en el texto de Tomás Marco, De la tradición a más allá de la posmodernidad nos regala un excelente prólogo a cargo de otro de los mejores ensayistas que sobre música tenemos en España, Xavier Güell, cuyo Cuarteto de la guerra (2021...) —actualmente en proceso de publicación en Galaxia Gutenberg— es otra lectura obligada.
 
Güell escribe buena parte de su prólogo en primera persona: la de quien no sólo promovió como pocos la ópera contemporánea en España, por medio del ciclo operadhoy, sino la de quien ha asistido y formado parte de algunos de los títulos más importantes en la ópera de las últimas décadas. En las ocho páginas del prólogo, Xavier Güell parte de la interpretación de Salome (1903-05), el 16 de mayo de 1906 en el Teatro Estatal de Graz, con el propio Richard Strauss sobre el podio, función que reunió entre su público a Giacomo Puccini, Arnold Schönberg, Alban Berg o Alexander Zemlinsky: algunos de los compositores que cambiarían la historia de la ópera y entre los cuales (como demuestra Güell citando a Berg) la conciencia de la continuidad histórica (desde la estela wagneriana) resultaba más evidente.
 
Es una columna vertebral que en el siglo XX comienza a parecerse más a la abigarrada ramificación de un árbol, poniéndonos Güell en la senda de lo que será el recorrido de Tomás Marco por sus fructíferas ramas: un impulso que Güell lleva hasta óperas como Das Mädchen mit den Schwefelhölzern (1990-96, rev. 2000), de Helmut Lachenmann; la heptalogía Licht (1977-2003), de Karlheinz Stockhausen; o Fin de partie (2010-17), de György Kurtág, de quien Güell comparte bellos recuerdos de su paso por Madrid en 2008, poniéndolos en una dramática perspectiva histórica que nos lleva hasta las experiencias del compositor húngaro en la Segunda Guerra Mundial.
 
Firme y brillante en sus opiniones, Xavier Güell nos ofrece muchas pistas de lo que será el libro de Tomás Marco, así como una idea que resultará fundamental en éste: la comprensión de la historia de la música como un proceso de desarrollo orgánico que, aunque marcado por áreas geográficas, figuras de liderazgo o estilos compositivos más o menos aglutinantes, estará pautado por la progresiva globalización: en las últimas décadas, planetaria; en las primeras décadas del siglo XX, arracimada en los centros neurálgicos de la nueva música: dentro de la ópera, con una mención muy especial (y así lo recoge Marco) para Italia y Alemania (como productoras de sendos estilos nacionales que se exportan al resto del continente) y Francia (como principal centro de difusión mundial, en tiempos en los que París era la principal capital del arte).
 
Así, el tercer capítulo del libro, París como convergencia, explicita esa capacidad de la capital de Francia como punto de reinvención del género; especialmente, desde el estreno del Pelléas et Mélisande (1893-1902) de Claude Debussy: puerta de acceso a la modernidad operística que Marco pone en perspectiva con un desarrollo histórico en continuidad que al propio Debussy llegaría desde Richard Wagner. Proustianamente, los dos primeros capítulos van à la recherche de ese tiempo no ya perdido, sino asimilado en el desarrollo de un siglo XX cuya puerta de acceso va dilucidando Marco entre el Prélude à l’Après-midi d’un faune (1891-94), de acuerdo con la idea de Pierre Boulez, o el propio Pelléas et Mélisande, título quizás más propicio aquí, puesto que de ópera hablamos. Por supuesto, esta recherche trasciende los marcos cronológicos exactos, moviéndose Tomás Marco en los límites del estilo, más que en los de la fría fecha.
 
Es por ello que el primer capítulo está dedicado a La disolución de la ópera decimonónica, llevando a cabo Tomás Marco un amplio repaso en el que se adentra en las características fundamentales de la ópera como espectáculo teatral y musical en el siglo XIX, atendiendo a cuestiones como la concepción de lo teatral, el uso del libreto, la función de la orquesta o la dirección de escena: aspectos cuyo progresivo agotamiento conforme a modelos tautológicos y tensión con nuevas formas de expresión va analizando y poniendo en perspectiva histórica, ya desde Monteverdi, tomando las figuras de Verdi, en Italia, y Wagner, en Alemania, como los grandes astros en torno a los cuales rotan los principales universos operísticos decimonónicos.
 
Otro aspecto a destacar en este libro es que Tomás Marco no olvida sus orígenes, y en cada capítulo nos deja algunas pinceladas sobre la evolución de la ópera en España: género que en nuestro país se permea con la zarzuela y cuya definición como realidad propia va trazando Marco a lo largo del libro, rescatando en este primer momento a figuras como Emilio Serrano, Ruperto Chapí o Tomás Fernández Grajal, luchadores en pos de una ópera española como tal, antes de finalizar esta primera mirada retrospectiva a nuestro ámbito cultural con dos figuras que capitalizan la transición española del siglo XIX al XX: Tomás Bretón e Isaac Albéniz, cuyas óperas alcanzarán un mayor eco internacional; algunas de ellas, de forma póstuma, pues otra cuestión muy importante en este libro es que el repaso efectuado por Marco a cada título operístico no sólo nos informa de su éxito en el momento de su estreno, sino de su recorrido e influencia posterior: doble enfoque que se agradece y nos parece más que pertinente, pues no han sido pocas las óperas cuya dimensión y trascendencia ha venido a demostrarse pasadas las décadas, ya fuere por cuestiones de estilo, de montaje, de entorno político, etc.
 
El segundo capítulo, Tradición y modernidad evolutiva en el cambio de siglo, se centra en tres compositores cuya importancia en el terreno operístico es, hoy, incontestable, pero que, atendiendo a lo especificado en el anterior párrafo, sólo una mirada retrospectiva nos desvela el hecho de que su grado de preeminencia fue cambiando con el paso del tiempo, en función de las modas estéticas o de la diferente relación habida entre ópera, como género musical, y vanguardia. Estos tres compositores son Giacomo Puccini, Richard Strauss y Leoš Janáček, y si en los dos primeros rastrea Tomás Marco los elementos de continuidad en sus fuertes contextos operísticos con respeto a las respectivas tradiciones de Verdi y Wagner, en el caso del «solitario» Janáček se centra en la construcción de una voz propia cuya trascendencia no hará más que ir creciendo a lo largo del tiempo. Como es habitual en De la tradición a más allá de la posmodernidad, Marco enfatiza los aspectos tanto de pervivencia y actualización de la tradición, buscando destacar los aspectos que compactan el desarrollo histórico de los lenguajes, como aquellas cuestiones de orden progresivo que suponen hitos en los que dicho desarrollo se acelera para romper las barreras de unas formas anquilosadas, abriendo horizontes y asentando los códigos que habrían de dominar en lo sucesivo.
 
Es por ello que, pese a la importancia, en muchas cuestiones, de estilo, y a la vigencia en los teatros de ópera de los títulos más populares de Puccini, Strauss o (en menor medida) Janáček, se trata de tres compositores que —como muy bien apunta Marco— «cambiaron muchas cosas en el aspecto teatral y en la técnica musical, pero lo hicieron desde una evolución que arrancaba de la tradición anterior, una tradición que no siguieron pero que tampoco apartaron, centrándose en hacerla cambiar». Otros compositores cuyas óperas se insertan en estas mismas coordenadas de tensión entre tradición y una tímida renovación son aquéllos a los que Tomás Marco incluye en el último apartado de este primer capítulo, con nombres (entre muchos otros y, de nuevo, agrupados según sus contextos geográfico-culturales) como Riccardo Zandonai, Ermanno Wolf-Ferrari, Franz Schreker, Erich Wolfgang Korngold, Hans Pfitzner, Carl Nielsen, Ralph Vaughan Williams o Ethel Smyth, una de las líderes del movimiento sufragista y —en palabras de Marco— «tal vez la primera mujer que triunfó como compositora de óperas», con títulos como The Wreckers (1902-04), The Boatswain's Mate (1913-14) o Fête Galante (1921-22).
 
El tercer capítulo es el antes referido París como convergencia, y en él, además de poner el énfasis en la trayectoria personal y artística de Claude Debussy; de forma muy especial en todo lo relacionado con la première de Pelléas et Mélisande (tanto en la gestación del libreto como de la propia música o del estreno), Tomás Marco recorre la importancia de otros compositores en ese ombligo del mundo musical que es y fue París, de la mano de las incursiones en el género operístico de Paul Dukas, Maurice Ravel, Albert Roussel o Germaine Tailleferre (volviendo Marco a poner de relieve el trabajo de las compositoras de cada periodo histórico), entre muchos otros, pues impresionante es la cantidad de autores y óperas que el libro abarca; aunque, por descontado, sólo a las piezas mayores del repertorio y a aquéllas que han tenido una mayor trascendencia en términos de influencia y estilo puede Marco dedicar más páginas: situación que se agudiza a medida que avanza el libro, por una simple cuestión de que todo lo referido a la posterior repercusión de cada título y a su afianzamiento en la tradición es algo de lo que, todavía, carecemos de suficiente perspectiva histórica.
 
Este tercer capítulo se cierra analizando la influencia de la ópera francesa en otros países, ya por la exportación de sus partituras, ya porque compositores de otras nacionalidades se formaban o vivían en París, llevándose las modas francesas a sus países de origen. Así, en esta galería veremos a compositores en mayor o menor medida influenciados por lo francés, como Frederick Delius, Gustav Holst, Ottorino Respighi, Karol Szymanowski, George Enescu, Béla Bartók —de quien rastrea las influencias de Pelléas en El castillo de Barbazul (1911)— o Zoltán Kodály (entre otros y, de nuevo, con las limitaciones que una reseña bibliográfica nos impone a la hora de entrar en un texto tan prolijo en nombres y análisis como el de Marco), antes de dejar constancia de «la vena francesa de los españoles», con compositores tan importantes en nuestra historia musical como Enrique Granados, Manuel de Falla, Joaquín Turina, Conrado del Campo, José María Usandizaga o Jesús Guridi, dentro de una nómina que, en las páginas del libro, es mucho más amplia y prolija en detalles, ya no sólo de lo español, en general, sino de las sensibilidades nacionales habidas dentro de nuestro Estado.
 
Otra cuestión muy importante en la forma de entender este libro, y que se pone de manifiesto en diversos capítulo, como este tercero dedicado a Francia, es la imposibilidad de acotar determinadas figuras a un solo periodo histórico, como sucede con un Ígor Stravinski al que vemos asomarse al escenario parisino a comienzos del siglo XX, pues se trata de compositores que no sólo se mueven entre diferentes ámbitos geográficos y culturales, sino que, a lo largo de su vida, practicaron la ópera de muy diversos modos y en estilos muy diferentes, lo que los hace huidizos a taxonomías: cuestión que Marco no deja de señalar. Paralelamente, y ya que con París y Stravinski estamos, por las páginas del libro se dejan ver algunos personajes relacionados con el mundo de la ópera que, aunque no sean propiamente compositores, libretistas o directores de escena, sí marcaron la ópera del pasado siglo, como Serguéi Diáguilev.
 
En el cuarto capítulo, La vanguardia y las vanguardias, Tomás Marco da el salto a las óperas que establecieron el lenguaje musical propiamente del siglo XX, sin perder en ningún momento la mirada en perspectiva a los rizomas de la tradición, así como incidiendo en una cuestión muy relevante que el propio título explicita: que no fue una sola vanguardia la que aceleró la transformación de técnicas y estéticas en el siglo XX, sino que, desde el impulso de una modernidad progresivamente desarrollada, en diversos polos culturales el paso a los nuevos lenguajes se efectuó de diferentes formas, dentro de esa (sí) transversal dialéctica entre tradición y renovación.
 
Una de las líneas más fuertes de desarrollo fue la vienesa, marcada por generaciones precedentes como las de Gustav Mahler y Richard Strauss, así como, un paso más atrás, la de Richard Wagner, por lo cual estamos en una vía de desarrollo muy ligada a la expansión de la armonía tonal. Alejado de visiones cerradas y totalizadoras, los análisis expuestos por Marco sobre las aportaciones al género operístico de compositores como Arnold Schönberg o Alban Berg son de lo más interesante, incluyendo las muchas dificultades que sus proyectos operísticos tuvieron para salir adelante. Como con Claude Debussy, Tomás Marco se adentra en aspecto más biográficos, estéticos e interdisciplinarios a la hora de pormenorizar el trabajo de ambos compositores, llegando a calificar a Alban Berg de «paradigma de la ópera moderna».
 
En el mismo capítulo, con Paul Hindemith amplía Marco su foco hasta el ámbito germánico, profundizando a lo largo de un buen número de páginas en la construcción de sus óperas, la emergencia del neoclasicismo y la cuestión política, con el advenimiento del nazismo tanto sobre las óperas de los vieneses como sobre las alemanas. Otros compositores que completan este capítulo (ejemplificando tal tensión política) son Ernst Krenek, Kurt Weill, Hanns Eisler o, llegando a lo más crudo de la infamia nazi, Viktor Ullmann, Pavel Haas o Erwin Schulhoff; además de asimilados al ámbito germánico, como Ferruccio Busoni. Pasando a la vanguardia parisina, en ella Stravinski merece ya un capítulo propio como operista, así como los principales trabajos en dicho género del Grupo de los Seis. Entre ellos, Darius Milhaud, Arthur Honegger o Francis Poulenc, de cuya ópera Dialogues des Carmélites (1953-56) afirma Marco que tiene «uno de los momentos más emocionantes de la historia operística de todos los tiempos», en la escena final de la guillotina.
 
Dentro de ese desarrollo arborescente que Tomás Marco traza a lo largo de su libro, será por medio del influjo de las vanguardias parisinas como llegará a Este de Europa, con compositores como Serguéi Prokófiev; o al Sur, con los italianos Alfredo Casella y Francesco Malipiero, a quienes dedica un buen número de páginas demostrando no sólo la pervivencia de la gran tradición trasalpina, sino la cada vez mayor permeabilidad entre los distintos países de Europa. En España destaca Marco el europeísmo de toda una generación que tuvo que enfrentarse a la Guerra Civil, la dictadura franquista o el exilio, como Antonio José, Salvador Bacarisse, Pablo Sorozábal o Robert Gerhard. Como parte de esa mirada abierta a una vanguardia que es múltiple y polimorfa, Tomás Marco cierra este cuarto capítulo con autores como Alois Hába y Francesco Balilla Pratella, si bien en muchas de esas vanguardias, como en la del Futurismo italiano o el Dadaísmo, el propio género operístico apenas se practicó, debido a la renuncia que llevaron a cabo sus miembros, que lo asociaban a una forma burguesa.
 
El interesantísimo quinto capítulo, Los entornos, amplía muy notablemente el panorama, llevándonos de Hispanoamérica a la Unión Soviética, con paradas en los Estados Unidos, Escandinavia y buena parte de una Europa Central que en el periodo abarcado aquí por Tomás Marco se ve sacudida por unos regímenes totalitarios que «supusieron un gran cambio en la vida musical de la época y, por tanto, en la ópera». La Alemania del Tercer Reich y la Italia de Mussolini son dos de los principales focos de atención, con figuras más o menos cercanas a los gobiernos de dichos países, como Carl Orff, compositor de «procedimientos repetitivos esquemáticos, muy tonales, de ritmos machacones y eficaz grandilocuencia» y Werner Egk, así como aquéllos que representan el «dodecafonismo de segunda ola» y que mantuvieron una fuerte tensión con los gobiernos de sus países de origen, como Karl Amadeus Hartmann, Boris Blacher, Wolfgang Fortner, Luigi Dallapiccola, William Walton o Robert Gerhard.
 
Pero los procesos de purga y criba ideológica no vinieron de un solo lado, por lo que Tomás Marco también dedica una importante parte de este quinto capítulo a la ópera soviética, poniéndola en perspectiva con la gran tradición teatral rusa y sus figuras clave en el siglo XIX. Cómo no, Dmitri Shostakóvich tiene en este capítulo un papel central, como lo tendrá otro compositor de amplio catálogo operístico y fuerte peso de esa misma tradición rusa: Serguéi Prokófiev. El repaso de Tomás Marco es tan exhaustivo, así como interesante en lo que a las claves políticas de la vida musical soviética se refiere, que resulta imposible abarcar aquí ni una exigua parte, volviendo a optar por recomendarles encarecidamente la lectura al completo del libro.
 
Y es que no sólo la Unión Soviética es objeto de análisis en clave operística, pues Marco abarca, asimismo, a los que califica de «exsoviéticos reubicados», dando un repaso a las repúblicas socialistas de Lituania, Letonia, Armenia o Georgia, de la mano de compositores como Giya Kancheli o Dimitri Smirnov; así como a los países satélite de la URSS, con compositores húngaros, búlgaros, rumanos o alemanes del Este, como Ferenc Farkas, Paul Dessau o Siegfried Matthus. Escandinavia, la figura del «ecléctico independiente» Bohuslav Martinů, la «burbuja norteamericana» (que, además de importar en masa directores y músicos europeos, ya era capaz de ofrecer al mundo compositores de la talla de George Gershwin o Aaron Copland) y Latinoamérica completan este recorrido que nos deja en puertas de un mundo en lento proceso de globalización (por medios tecnológicos de comunicación y de transporte), a pesar de que esos bloques y tiranteces políticas dibujadas por Tomás Marco.
 
En contextos tan altamente ideologizados, la propia dialéctica entre conservadurismo y progresividad se convierte en un foco de tensión, a medida que avanza el siglo, cuestión recogida por Marco en un sexto capítulo, La restauración evolutiva, al que se asoman algunos de los compositores que optaron por formas operísticas apegadas a la tradición, sin por ello perder calidad artística. Estamos, además, en un momento en el que cierta vanguardia comienza a anatemizar la ópera como reliquia del pasado; cuestión frente a la que se opondrán los tres principales protagonistas de este sexto capítulo, cuyas óperas analiza Tomás Marco en detalle, poniendo de relieve lo más avanzado de las mismas, así como su importancia para constituirse en nuevos focos de desarrollo operístico. Se trata de Carlo Menotti, en el ámbito italoamericano; Benjamin Britten, en el británico; y Hans Werner Henze, en el alemán. De ellos destaca Marco su eclecticismo, la influencia que posteriormente tendrían y títulos que pasarían a la posteridad, como The Consul (1950), Peter Grimes (1944-45) y Die Bassariden (1965).
 
A la sombra tanto de estos tres grandes nombres como de otras formas de restauración evolutiva (y conservadurismos de distinto pelaje), repasa Tomás Marco (ateniéndose a contextos geográfico-culturales) las propuestas operísticas de compositores como Gottfried von Einem, Aribert Reimann, Rolf Liebermann, Einojuhani Rautavaara, Michel Tippett, Peter Maxwell Davies, Samuel Barber, Leonard Bernstein, Lukas Foss, Alberto Ginastera, Nino Rota o Jean Françaix; así como de creadores que basculan entre la tradición y la renovación, como Maurice Ohana. Imposible, abarcar casi ni mínimamente el enorme trabajo desarrollado aquí por Tomás Marco y su mirada elegante y benevolente que no deja de buscar aspectos para otorgar significación histórica a títulos que, seguramente, el paso del tiempo vaya desplazando del mapa del progreso estilístico (aunque siempre habrá quienes en esa arcadia de los valores eternos adornados de perfumes tonales encontrarán su cobijo contra la vida como exposición a las tensiones de la modernidad). Dada la situación de España en dicho periodo histórico, Marco nos advierte de que en nuestro país no estamos en una etapa operísticamente fértil, rescatando nombres (en el exilio o en suelo ibérico) como los de Salvador Bacarisse, Xavier Montsalvatge, Francisco Escudero o Matilde Salvador.
 
Con el séptimo capítulo, La nueva vanguardia, entramos en lo más propiamente progresivo de la segunda mitad del siglo XX, así como en uno de los más fascinantes momentos en la historia de la música: auténtica catarsis colectiva tras los horrores de la guerra y periodo en el que la voluntad de construcción de un nuevo orden social se trasladó a una música que asumió parte de su utopía y voluntad de renovación.
 
Como señala Tomás Marco, esa renovación no se produce en el vacío, pero frente a los polos que en sus respectivos estilos y contextos supusieron Menotti, Britten y Henze, los compositores de la avantgarde, tomaron como punto de partida a la Segunda Escuela de Viena; especialmente, a Anton Webern y sus derivaciones en el serialismo integral de Olivier Messiaen. Como bien señala Marco, la relación de este conjunto de compositores (Bruno Maderna, Luigi Nono, Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen, Mauricio Kagel...) con la ópera es muy desigual: desde el rechazo frontal (Boulez) hasta la aceptación reformulada del medio (Nono) o a un enamoramiento tardío (el de Stockhausen, a cuyo ciclo Licht dedica todo un apartado el libro), pasando por distintas formas de redefinir la ópera, como el caso del teatro musical (Kagel). Incluso, por oposición a esta oposición se han llegado a definir óperas, como la ligetiana Le Grand Macabre (1974-77, rev. 1996), calificada por su autor como «anti-antiópera».
 
La tensión entre la vanguardia del «círculo de Darmstadt» y los compositores que no asumieron de forma tan radical la experimentación o el serialismo integral, como Bernd Alois Zimmermann, también está presente en este capítulo tan interesante y bien construido, con títulos que siguen siendo monumentos principales del género operístico, como la colosal Die Soldaten (1957-64), cuyo mensaje político es puesto en contrapunto con óperas como las de Luigi Nono o Giacomo Manzoni, continuando la senda italiana y su fuerte pervivencia de la forma operística con Girolamo Arrigo, Luciano Berio («el más importante operista de esa generación»), Bruno Maderna, Sylvano Bussotti, Niccolò Castiglioni, Aldo Clementi o Franco Donatoni, entre otros.
 
Esa tensión conceptual y formal entre la denominación ópera o la opción de un teatro musical la lleva Tomás Marco a distintos países europeos, como Francia, de la mano de compositores como Messiaen, Gilbert Amy, Betsy Jolas, Henri Pousseur y Georges Aperghis; Austria, donde repasa el trabajo de Friedrich Cerha, György Ligeti y Roman Haubenstock-Ramati; Hungría, con György Kurtág; Alemania, por medio de Hans Zender e Isang Yun; Polonia, donde se detiene en el trabajo de Krzysztof Penderecki; y toda una red de óperas internacionales, más o menos cercanas a las vanguardias o las antivanguardias, entre las que no se olvida de las norteamericanas, con Morton Feldman, André Previn y Lorin Maazel; ni de las españolas, con Leonardo Balada, Joan Guinjoan o Antón García Abril, entre otros, concediendo una atención especial a las dos figuras con mayor peso en esta generación: Cristóbal Halffter y Luis de Pablo.
 
El octavo capítulo, Transiciones y transacciones, continúa enfocando el desarrollo operístico del siglo XX por medio de una focalización en áreas geográfico-culturales, analizando el posterior desarrollo tanto de las vanguardias seriales asociadas a Darmstadt como de las corrientes derivadas de la restauración evolutiva. De nuevo, el foco se pone sobre los ámbitos musicales dominantes, como el de la vanguardia británica, con el repaso que Tomás Marco nos ofrece de un contexto en el que destaca los trabajos operísticos de Harrison Birtwistle, Alexander Goehr, David Bedford, Brian Ferneyhough, John Taverner, Gavin Bryars o Michael Nyman, entre otros; el alemán, donde dedica una especial atención a Helmut Lachenmann, York Höller, Udo Zimmermann, Peter Ruzicka o Manfred Trojahn; el italiano (que, como los anteriores, se enfrenta al enorme peso y legado de la generación anterior), con Azio Corghi, Fabio Vacchi o, especialmente, uno de los mejores operistas de las últimas décadas, Salvatore Sciarrino; y el francófono, adentrándose en un espectralismo no muy afín a la ópera, pero en el que rescata a compositores como Michaël Levinas o Philippe Boesmans.
 
Tan exhaustivo recorrido se completa, en este capítulo, con el Este de Europa, donde el recientemente fallecido Péter Eötvös merece una atención especial como uno de los grandes operistas del siglo XXI; Escandinavia, con compositores como Per Nørgård, Poul Ruders o Kalevi Aho; Estados Unidos, donde Marco se adentra en la enorme variedad de estilos: del serialismo al minimalismo, pasando por el entorno de John Cage y por tendencias más conservadoras, asomándose a las óperas del «muy mimado por las instituciones» John Corigliano, Charles Wuorinen, Walter Piston o Tom Johnson, así como en compositores que por su trabajo operístico han alcanzado una notoriedad global, como Philip Glass y John Adams; Canadá, donde destaca las propuestas de mensaje ecologista, poniendo el foco en la «descomunal» Patria (1966-2002), de Murray Schafer, trabajo cuyas dimensiones dice sólo parangonables a las del ciclo Licht; Iberoamérica, espacio en el que la ópera florecerá con propuestas tan diversas como las de Federico Ibarra, Julio Estrada, Daniel Catán o Antonio Tauriello; antes de dejarnos otra mirada a una España «entre dos generaciones» en cuyo panorama operístico tiene Tomás Marco la nada fácil tarea de describir (de forma muy correcta y elegante) su propio trabajo y el de otros compositores, como Carles Santos.
 
Los dos últimos capítulos nos acercan al siglo XXI y a óperas con un menor recorrido histórico, por lo que profundizar de forma extensa en sus repercusiones y trascendencia a largo plazo se hace difícil, además de que se asoma el difuso panorama de la posmodernidad para entremezclarlo todo y pretender derribar las jerarquías de poder en el terreno artístico-musical, tal y como se puede leer en el noveno capítulo, Los difusos perfiles de la modernidad. De hecho, en la propia dificultad de determinar conceptualmente qué es la posmodernidad se adentra ya Marco en la presentación de este capítulo, poniéndolo en un muy interesante contexto histórico, artístico y filosófico.
 
Dentro de esa híbrida posmodernidad tan dada a los bandazos, destaca Marco las aportaciones de compositores que han hecho de la ópera un medio expresivo privilegiado en su catálogo (sea en la forma que fuere: de lo propiamente operístico al teatro musical y al multimedia), como Wolfgang Rihm, Heiner Goebbels, Georg Friedrich Haas, Beat Furrer, Johannes Kalitzke, Olga Neuwirth o Moritz Eggert. Todos ellos son parte del ámbito germánico y austriaco, pero las diferencias entre sus propuestas son de tal calibre, que ni se podrían vincular estrictamente a la posmodernidad (algunos de ellos diría que hasta representan su antítesis) ni apenas hay hilos conductores, lo cual redunda en una variedad conceptual y estética fascinante.
 
Du côté de una Francia tan dada al posmodernismo, nos encontraremos a compositores como Laurent Petitgirard, Philippe Manoury o Pascal Dusapin. En Italia, el eclecticismo posmoderno de Lorenzo Ferrero, la inagotable inventiva de Giorgio Battistelli o la pervivencia de las vanguardias en Luca Francesconi y Lucia Ronchetti. También paleta plural, la de Gran Bretaña, con Oliver Knussen, George Benjamin y Mark-Anthony Turnage; la de los Estados Unidos con Tod Machover y Jake Heggie; o la de Portugal e Iberoamérica, con Miguel Azguime, Hilda Paredes, Martín Matalón y Osvaldo Golijov. De nuevo, España merece un apartado propio en este capítulo, y lo hace con el derecho de una generación (la nacida tras 1950) que, como reconoce Marco, es «la primera de la vanguardia que se interese desde el principio por el género operístico», pasando por sus páginas compositores como José Luis Turina, Jorge Fernández Guerra, José Ramón Encinar, Alfredo Aracil, José Manuel López López, Manuel Hidalgo, Alberto García Demestres, Agustín Charles, Mauricio Sotelo, David del Puerto y muchos otros hasta llegar al «compositor español más reconocido internacionalmente» de esta generación, José María Sánchez-Verdú, que con títulos como El viaje a Simorgh (2002-06), GRAMMA. Jardines de la escritura (2004-06) o Aura (2007-09) ha llevado la ópera española a sus más altos niveles de desarrollo conceptual, artístico y musical.
 
El noveno capítulo se cierra con una perspectiva que se prolongará en el décimo: la de los creadores ubicados en una situación compositiva trasnacional, desarrollando sus carreras en varios espacios e idiomas, pero con igual fuerza y enraizamiento. Aquí recoge Tomás Marco a autores con una trayectoria operística muy diversa, como Hans Abrahamsen, Kaija Saariaho, Chaya Czernowin, Toshio Hosokawa o Tan Dun.
 
El décimo capítulo, Globalización e interculturalidad, nos deja en su título las claves que, según Tomás Marco, hacen de nuestro tiempo un periodo ya distinto al de una posmodernidad cuyos difusos retales habría dejado atrás. Al abordar la obra de compositores nacidos después de 1970, y dada la pluralidad estilística, el advenimiento de nuevos formatos tecnológicos y la falta de tiempo para poner en valor ciertas propuestas operísticas que, en algunos casos, han tenido corto recorrido en los escenarios internacionales (si bien esto se subsana por la mayor accesibilidad que proporciona hoy Internet), Marco opta por agruparlos por año de nacimiento, más que por áreas geográficas o estilos; ya que, a mayores, la movilidad de estos compositores es progresivamente mayor, ubicándose muchos de ellos en distintos países a lo largo de sus respectivos años de formación y carreras profesionales.
 
Entre los citados en este capítulo de tan prolija heterogeneidad en formas, lenguajes y estilos, nos encontramos, en la primera mitad de los años setenta, con Michel van der Aa, Matthias Pintscher, Klaus Lang, Johannes Maria Staud, Thomas Adès, Elena Mendoza, Jörg Widmann o Bruno Mantovani, por citar a algunos de los más conocidos; y, en la segunda mitad de dicha década, a Gerald Resch, Hèctor Parra, Lin Wang o a Dai Fujikura, entre otros. Aun con la dificultad que supone poner en valor sus novísimas óperas, Tomás Marco no ceja en su incansable voluntad de abarcar el mayor abanico de nombres y tendencias operísticas, alcanzando a los nacidos después de 1980, compositores que «están en un momento de sus carreras en el que todo puede cambiar» (aunque pensemos que, con la edad que hoy tienen muchos de ellos, Mozart y Schubert ya habían muerto, dejando auténticos monumentos para la posteridad). La ópera de cámara, el multimedia y la virtualidad se van adentrando en este capítulo, como los estragos de las sucesivas crisis económicas y de la pandemia, confiriendo una vibrante actualidad a cuanto leemos. Por estas páginas pasan nombres menos conocidos (o muchas veces, circunscritos a ámbitos aún locales), así como otros que empiezan a gozar de cierta proyección, aunque en algunos casos diría que más por sus polémicas que por sus virtudes musicales, como Johannes Kreidler. De entre los españoles, nos encontramos con figuras ya reconocibles, como Germán Alonso, Raquel García-Tomás, Joan Magrané o Francisco Coll: habitantes de un mundo que, como demuestran las últimas páginas del libro, se ha hecho más complejo, poliédrico y global.
 
Se cierra el libro con un descomunal anexo en el que Tomás Marco desgrana, en 131 páginas, 219 años de historia de la ópera: desde el estreno, el 20 de noviembre de 1805, de Fidelio (1804) hasta el estreno, el 16 de junio de 2023 (hace menos de un año), de la ya citada Vida del Lazarillo de Tormes, de David del Puerto. En cada ópera, Tomás Marco precisa, además de su compositor, el libretista y el lugar y fecha del estreno, convirtiéndose en toda una guía de la ópera contemporánea, año por año; antes de adentrarnos en la bibliografía y en un índice onomástico también impresionante (como no se podría esperar menos de este libro), con sus 46 páginas de extensión.
 
En global, por tanto, casi 600 páginas en las que Tomás Marco comparte un infinito deseo de conocer y divulgar un género musical, el de la ópera, por él tan querido. Aunque el propio autor afirma que es imposible abarcar de forma completa y exhaustiva semejante universo, el mapa aquí trazado y su señalización en términos de estilo es realmente digno de mención, echándose de menos pocas propuestas operísticas importantes que Tomás Marco no haya recogido, como las de Emmanuel Nunes, con Das Märchen (2002-07), o Unsuk Chin, con Alice in Wonderland (2004-07), óperas que habrán de entrar en sucesivas ediciones de un libro en cuya página 39 nos encontramos una reflexión de Tomás Marco que me parece importante rescatar a modo de final de esta ya muy larga reseña, pues removerá las conciencias de público y programadores de cara a algo tan importante como mantener viva la potente llama de la ópera actual:
 
«Hoy, insertar una obra nueva en las listas de repertorio se antoja tarea ímproba y prácticamente irrealizable. El espectador ingenuo quizás comprenda mal el hecho de que en el cambio del XIX al XX todavía era indispensable atraer al público con obras nuevas para un espectáculo que se daba todos los días en todas las ciudades, un panorama bien distinto al actual».
 
© Paco Yáñez, mayo de 2024
 

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