ISSN 2605-2318

Noticias

Weinberg y el Holocausto, en el Teatro Real. La pasajera busca su billete a la posteridad


20/03/2024

Una crítica de Ismael G. Cabral para El Compositor Habla.




Madrid. Teatro Real. 18-03-2024. Mieczyslaw Weinberg, La pasajera. Amanda Majeski, Daveda Karanas, Gyula Orendt, Anna Gorbachyova-Ogilvie, Lidia Vinyes-Curtis, Marta Fontanals Simmons, Nadezhda Karyazina, Olivia Doray, Helen Field, Liuba Sokolova, Nikolai Schukoff. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real, Madrid. Dirección musical: Mirga Gražinytè-Tyla.  Dirección de escena: David Pountney. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con Bregenz Festival, Teatr Wielki de Varsovia y English National Opera.



Nos han convencido de que hemos de escuchar a Mieczsyslaw Weinberg (1919-1996). Primero gracias a una fonografía procelosa que ya hoy recoge buena, buenísima parte de su catálogo. Sus muchos cuartetos, sus muchas sinfonías, su mucho todo. Porque el músico de origen judeopolaco era de escritura rápida y necesitó de abundantes pentagramas para contarnos todo el tormento que iba consigo. Fruto de su biografía, baste una sucinta excursión a Wikipedia para comprobarlo; con deslocalizaciones continuas, hogares desmañados y, sobre todo, con los suyos gaseados en un campo de concentración nazi. Ahí está, y de qué forma, el sentido estético de su música, esto es, el quid de la cuestión. ¿Cómo suena Weinberg? Imagínense.

Que papá Shostakovich le echara el brazo por encima, lo protegiera y lo señalara como a un gran epígono le hizo mucho bien -en vida- a nuestro protagonista. Le permitió crear y ser protegido por las autoridades soviéticas. Y también le confirió el pase para su futura recuperación. Esa que, sí, algo tardíamente llegó en modo de discos y ahora, gota a gota, en grabaciones en grandes sellos (Deutsche Grammophon) y, sin ir más lejos, en la difusión de la que goza La pasajera, cuyo estreno escénico se produjo en Bregenz en 2019, exactamente 14 años después del fallecimiento del músico.



Saludada como la obra maestra que no es no sabemos si esa es la mejor manera de hacer justicia a la ópera potente que sí es. Sobre todo porque pasado su revival aquí y allá habrá que ver si se guarda o se mantiene como un título importante del siglo XX. Compararlo, como con osadía a veces se hace, con los trabajos líricos de Shostakovich es hacerle flaco favor. Títulos como La nariz y Lady Macbeth de Mtsensk tienen muchos más galones de mordiente y concreción lírica que este funcional dramón sobre el Holocausto. Sabe mal hablar de Weinberg. Tampoco es que lo hagamos mal, pero sí lo citamos en estas líneas sin estrambotes excesivos a su favor. El caso es que hoy es un autor que cae simpático, que es bien recibido. No nadaremos a la contra. La pasajera es una ópera que merece ser vista y escuchada. Como también es gozosa la cosquilla auditiva que nos produce su Cuarteto nº8 o su Sinfonía nº7, así, por poner.

El Teatro Real ha hecho más que bien en recuperar el empeño de ofrecerla, que decayó por la pandemia. Y hacerlo además en la bien divulgada producción de David Pountney, con su puntito de espectacularidad cinematográfica, con su operativa división en dos niveles, el inferior para el pasado, las víctimas y sus verdugos, el superior -el futuro, dramáticamente más original- para quienes buscan acallar la violencia de sus propios recuerdos. El relato de Alexander Medvedev es previsible de principio a fin, sobre todo con todo el cine sobre el Holocausto que llega inyectado en nuestras retinas vía Hollywood. También es funcional; con voluntad todo se logra, y es fácil proyectar nuestras simpatías y fobias sobre los personajes, rabiosamente indignos y buenos, buenísimos, que nos presentan. La historia hoy, con la que está cayendo, quizás no sea la que más apetezca recordar. Nadie la olvidó nunca.

Weinberg parece autoconvencerse a cada episodio de que su ópera sería grande o no sería. Tiene un primer acto sobrecogedor, de sutilísimo sadismo y con una ficcionalidad muy cinematográfica. Las cartas se ponen sobre la mesa de forma pausada y la música se adhiere a un tono contemporáneo más fílmico que académico, no en vano Weinberg esparció talento en el mundo de la composición para la imagen. La directora, Mirga Gražinytė-Tyla, redondeó un sonido orquestal de tonos pastel, donde ningún suceso tímbrico ocurre de manera demasiado afilada (ni las belicosas percusiones que abren la ópera). Es una especialista en el compositor y sabe en estas funciones cómo exprimir todo lo que de sí puede dar. También sabe concertar con las voces, sus entradas eran diáfanas, visibles sus direccionales manos desde todo el aforo.  La Orquesta del Teatro Real -como también su Coro- se adecuó a su capacidad de estremecedor balanceo, con instrumentos de placa tintineantes y un uso de la celesta absolutamente dramático. También con una cuerda como pedal, como colchón de tantas palabras que, en diversos idiomas, se cantan en la obra. Tras el prodigioso impacto del primer acto, el segundo, por más que bien defendido en todos los niveles, parece contener demasiadas cosas, apelar muy instintivamente a la emoción, y toda la astringente concentración de los primeros 90 minutos se diluye. Hay entonces una escena de la locura muy suya, de bucólica poesía ante la muerte que viene; hay también una canción rusa que conecta con la tierra, con las raíces, que apela espartanamente a la lágrima. Y un final de maravilloso impacto en el que un soldado toca a Bach en lugar de un vals burgués del gusto militar que es alargado después por un coro de henchida pompa y por un soliloquio didáctico que machaca argumentalmente lo que está más que bien entendido.



La polifonía de voces ha tenido en el Real un cast de excepción, especialmente destacables las dos mujeres en conflicto, Marta, la víctima, con una voz de timbre seductor, amplia proyección y seguridad en el fraseo, Amanda Majeski. De otro lado, Lisa, Daveda Karanas, de voz menos flexible pero de personaje también más tirante, con una escritura menos amable que la de Marta. Muy buena cantante, con voz amplia, rotunda, de las que llena la estancia y resuena en todo el teatro, del patio al paraíso. Otro papel al que es difícil sacar brillo es el de Walter, marido de Lisa, aquí Nikolai Schukoff, que mostró un canto tendente a cierto engolamiento pero bien asentado, trazado con seguridad. Muy de gran ópera romántica -aunque esta, en tantos sentidos, no lo sea- el desgraciado Tadeusz, novio violinista de Marte, Gyula Orendt. Hay otras notables aportaciones que merecen ser enmarcadas en estas líneas, como Krzystyna (Lidia Vinyes-Curtis), Yvette (Olivia Doray) y, por supuesto, el violinista que invoca a Bach antes de ser aniquilado, Stephen Waarts.



Las fotos son de Javier del Real y han sido facilitadas por el Teatro
 
Una crítica de Ismael G. Cabral. Marzo 2024




 

Destacamos ...



Este trabajo tiene la licencia CC BY-NC-SA 4.0